La falta de esperanza a que las cosas saldrán bien es lo que me lleva a mostrarme impaciente. Es como si lo que no se solucione aquí, ahora, después acabará mal. Recaer en la impaciencia es perder la esperanza de que algo bueno va a suceder. La impaciencia se manifiesta cuando me vienen esos primeros impulsos, en ese momento no soy capaz de soportar el sufrimiento sin actuar, no puedo evitar manifestar un comportamiento intransigente. Dejar un espacio a la esperanza me permite sacar mi lado más amable; pero para eso necesito sentirme seguro de que no tomaré una actitud pasiva, que el asunto no se me olvidará, que cuándo llegue el mejor momento, ese en que nuestras emociones están tranquilas, lo podré abordar. No se trata de dejar a la esperanza que actúe sin que yo haga nada, se trata de dar prioridades, primero mi derrota total a la impaciencia, después la esperanza de que las cosas, con el tiempo, se irán mejorando, poniendo de nuestra parte cuándo nuestras emociones nos lo permita. Es la desesperanza, que las cosas tendrán un mal final lo que me hace actuar de forma impulsiva, no me permite dar ninguna ventaja a lo que yo crea que pueda pasar de malo, quiero una solución aquí, ahora; en la confianza de que no hay otro camino que el corto. La postura de mi derrota total ante la impaciencia me obliga a tener esperanza; a que las cosas tienen otra forma de abordarlas, más dilatadas en el tiempo, más relajadas, menos conflictivas, más atentas a esperar los buenos momentos para mejorarlas, a ser más humilde al reconocer mi impotencia ante ella. La esperanza me acerca a la buena vida.
